Perdidos en los rincones del fin del mundo, miles de hombres de campo de la X, XI y XII región viven día a día inmersos en la cultura gaucha, aman su tierra a pesar de que el desconocimiento los hace sentirse como extranjeros en su propio país. Esta es la chilenidad sin huasos y sin la cordillera de Los Andes como límite geográfico. Esta es la realidad del gaucho chileno.

Hay que sentir este viento en la cara para saber de qué se trata. Es imposible poder comprenderlo antes. Es decir, te puedes llegar a imaginar, aproximarte a una idea difusa de lo que el viento puede llegar a lograr. Pero nunca será lo mismo.

Eso es lo que aprendí de Manuel Aros al atravesar junto a él la extensa pampa. Él cabalga, como siempre, elegante sobre su animal. Lleva un sombrero con una cincha cubierta con monedas antiguas de plata.

No, no se puede de otra manera: hay que sentir este viento en la cara para entender la capacidad que tiene esta fuerte brisa de lavarte por dentro. Y cuando digo lavarte, me refiero a algo así como meter tu cabeza dentro de un torbellino… vueltas y vueltas. Y frente a tus ojos aparecen retazos de paraísos perdidos, últimos sobrevivientes de todo lo que pensaste alguna vez que sería perfecto y que se vinieron a posar aquí, donde la tierra se desgarra a pedazos, donde la geografía estalla y se desperdiga, insolente e implacable. Patagonia…

Justo entonces escuchas la voz de Manuel, te detienes en su sombrero y le pides que te invente un poema, así al paso, de esos que siempre mandan a decir algo. Y entonces se ríe, enciende los ojos, respira viento y dispara:

“Este es para que se la cantes a tu hombre”, me dice.

Yo pienso en los hombres de mi vida y me parece todo tan lejano, tan sin sentido, tan laberíntico. Cualquier compañía es un pensamiento ajeno y ofensivo en medio de tanta soledad, inmensidad, desconsuelo y misterio pampeano.

“Todas las varitas del puente

Se cimbran cuando yo paso.

Yo te quiero a ti solito

Y a lo demás no les hago caso”

Me río cuando veo sus ojos luminosos, que iluminan todo el cielo inmenso, lleno de nubes implacables. Me río cuando escucho su risa gastada, que se pierde en la brisa de la Región de Magallanes. Y mi risa se confunde con el tranco del caballo y un escalofrío me recorre entera. Por Dios, nunca había sentido una libertad parecida.

Entonces una mirada basta y nos ponemos a galopar en busca de esos caballos, perdidos en la inmensidad de las sierras y montañas. Hay que traerlos a todos de vuelta al corral de la “Dos de Enero”, una de las más de 300 estancias que hay en Magallanes. Y vaya a saber uno dónde se han metido “esos pingos”, si tienen un espacio sin límites y unas piernas poderosas, inquietas, curiosas.

Si bien la ganadería ha sido la actividad económica por excelencia, hoy los jóvenes están descubriendo una nueva arista: el turismo.

Y galopamos, galopamos como si el tiempo no importara. Y, en verdad, nunca ha importado. Sobre todo acá, donde todo lo que existe es presente eterno, mezclado con instantes remecedores, como el viento.

Los caballos se escapan, se meten en bosques muertos, ramas por todas partes, el pelo se enreda en los brazos de las Lengas y mi caballo va a tropezones sorteando los obstáculos. Y él, Manuel, siempre sonriente, elegante, libre y solo. Su vida es un misterio de libertad, abandono, despojo, sencillez y transparencia que me aplacan. Y en ese momento, justo antes de salir del medio de las ramas traicioneras, justo antes de que me pase un rebenque y salgamos corriendo y gritando tras la tropilla, es que me doy cuenta de que estoy cabalgando junto a un personaje de un cuento ancestral. Tanto pasado acumulado, tan incierto futuro y cuánto instante.

Los gauchos no son pasado, son presente. No vivieron, viven.  Son paisaje, cultura, identidad. Pero también soledad, resistencia, melancolía, libertad, aventura, sueños. Son instante detenido, relatos vivientes, jinetes perdidos en un océano de pampa.

Son rostros, son historias, son tradiciones que se han mantenido casi inalterables a través del tiempo. Son recuerdos de abuelos y hombres de campo, pero también son jóvenes que dan vida al movimiento Neogaucho. Son jineteadas, fiestas, truco, trabajo, mate, sudor perdido en el silencio, y altivez frente al viento implacable que lo remece todo. Son estos otros chilenos, como nosotros pero diferentes, que hoy quieren contarnos su historia. Una historia que surge en silencio desde el confín de la tierra.

Fuente: Revistaenfoque.cl

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